Nadie pondrá en duda que la IA (inteligencia artificial) es moderna. Lo que signifique y el sentido que se dé a tal atributo de modernidad ya es otra cosa. Tal vez por la ambigüedad del mismo es por lo que la IA ha entrado directamente al centro del campo de batalla de las guerras culturales y políticas. Y, además, lo ha hecho de una manera ambivalente.
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La modernidad, en la que también está incluida la IA, es intensa y ambivalente. Dos rasgos mal avenidos, que es lo que genera batallitas, batallas y hasta guerras culturales por doquier. La modernidad ha estado atravesada de miedos sobre sí misma. Primero, que traía la destrucción de los espíritus por los libros de la recién inventada imprenta. Después, la de las ciudades, para hacerlas más modernas, como San Petersburgo por Pedro el Grande, o de la propia civilización, como la modernidad terminó con las civilizaciones anteriores.
Miedo a la IA
El miedo a esa modernidad ambivalente, que trae a partes iguales bajo el brazo promesas de bienestar y amenazas, se concreta hoy en la IA. Como antes se concretó en otras tecnologías. Siempre recibidas con esperanza y temor. Es el miedo a que el sueño de la razón genere monstruos.
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Monstruos que se coman, de un bocado, los principios y valores sobre los que, en un momento histórico, nos sostenemos. Y, así, con cada innovación, esa polaridad política que divide entre progresistas y conservadores parece quebrarse. Empiezan a entrar en juego nuevos valores. Así, los que aparecen como progresistas en política, se muestran muy conservadores con relación al desarrollo de una innovación tecnológica concreta, como la IA.
Por el contrario, quienes en política son situados en el lado conservador, se muestran favorables al progreso de esa innovación tecnológica. Entonces, los términos empiezan a carecer de sentido. Al menos, hasta que el cambio social y tecnológico se haya institucionalizado. Se haya dirigido. Un poco de paz, hasta el nuevo monstruo que vendrá
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